ME DECLARO LA GUERRA
Cada
día
me
declaro a mí mismo
la
guerra más sombría.
Y
solo informo a uno de mis bandos.
Lucho
contra mí
mientras
yo mismo me acorralo.
Me
capturo de rehén
y
luego escapo.
Me
siento el desertor de una guerra que he iniciado.
El
soldado que se esconde y nunca sale del armario.
El
que esconde la piedra y tira la mano.
El
que se zafa
al
inicio del zafa... rrancho.
O
me siento un pacifista...
que
nació en Lepanto.
Que
se crió en Waterloo.
Que
vivió cien años.
Y
aun así, lucho.
Cada
día.
Lucho.
Mato
mis temores.
Hago
retroceder mis límites.
A
mis miedos los destierro.
Alcanzo
a «Gloria» y a «Victoria»
y
me monto un trío.
Sin
Euforia.
Porque
sé
que
siempre seré
un
libro sin Historia.
El
monumento consabido al soldado desconocido.
El
general Gandhi.
El
dalái Stalin.
Un
asesino tibetano.
Un
turista por Pearl Harbour.
Ser
y no ser.Esa es mi cuestión.
Faraón.
Esclavo.
Salvaje.
Calmado.
Eufórico.
Apagado.
Sinestésico.
Anestesiado.
Equilibrado.
Equilibrista.
Espiritual.
Exorcista.
Vulnerable.
Desgarrado.
Prescindible.
Reinsertado.
Ser
y no ser, cada día.
Cada
día me declaro a mí mismo
la
guerra más amarga.
Cada
día me saco a mí mismo
bandera
blanca.
Cada
día me rindo y exhalo una cita:«Los vencedores escriben la
Historia.
Por
eso, yo escribo poesía».
Y
entre cita y cita, me cito.
A
mí mismo.
A
debatirme.
En
diversos tratados:
De
Versalles a Maastricht.
De
París a La Haya.
De
Moscú a Westfalia.
De
Londres a Kyoto.
La
paz de Riga.
El
Pacto de Varsovia.
El
tratado de Trianon.
El
tratado de Lausana.
El
tratado de Roma.
El
tratado de...
El
tratado de...
Me
trato.
Me
sigo tratando.
Me
trato cada día
para
no declararme a mí mismo
la
guerra más sombría.
Para
aprender a cohabitar mi propio territorio.
Hasta
entender
que
mi verdadera guerra,
la
más cruenta,
es
la de no oponerme resistencia.
Mi
verdadera guerra
es
la de, simplemente,
aceptar.
Aceptar.
Aceptar.
Mi
verdadera guerra
es
la de conseguir poder vivir
en
paz.