SE ASUSTARON



Yo también decía:

«No puede ser».
«No puede ser».

Pero fue.
Sí, fue.

Se asustaron.

Vieron que el rendido recuperaba la esperanza
y se asustaron.
Vieron que su mentira, cien veces repetida, ya no se transformaba en verdad
y se asustaron.
Vieron que trabajar para comprar lo innecesario ya no nos parecía suficiente
y se asustaron.

Se asustaron.
Vieron que entre belleza o destrucción,
justicia o redención, quimera o resignación
ya nadie se abstenía
y se asustaron.
Se asustaron.
Vieron que una palabra despertaba la de otro.
Que un abrazo despertaba el de otro.
Que sumar pasados creaba un presente.
Que multiplicar presentes creaba un futuro.
Que un futuro con memoria ya no dividía.
Y se asustaron.
Se asustaron al ver que la gente ocupaba las calles
mientras el miedo mutaba de bando.
Se asustaron.
Se aterrorizaron.

Y pusieron la maquinaria de cada ciclo,
de cada era, de nuevo en juego.
Y acabaron con el primero.
Ellos.
Y nosotros protestamos.
Y ya tuvieron la excusa perfecta para amordazarnos la boca.
Ellos.
Y nosotros nos enarbolamos.
Y ya tuvieron la excusa perfecta para acabar con el segundo.
Ellos.
Y nosotros nos rebelamos.
Y ya tuvieron la excusa perfecta para airear en sus periódicos que debían protegernos de nosotros.
Ellos.
Que desde lo más alto debían proteger a los de abajo de los de abajo.
Ellos.
Desde arriba.
Debían conseguir, «por nuestro bien»,
que el león que llevamos dentro
no rugiera y se arrugara en el silencio.
Y se convirtiera en lince.
Y que el lince que llevamos dentro no pensara y mudara su morada al suelo.
Hasta ser conejo, royendo la tierra en busca del básico alimento.
Y llenos aún del temblor aterrador que produce el propio desplome de nuestros sueños, 
llenos ya de mugre, llenos aún de miedo, mutáramos a rata.
Mientras nos lanzaban trozos de queso,
desde arriba para que nosotros nos peleáramos por ellos.
Para poder decir que somos violentos,
que nos destruimos unos a otros por cualquier migaja láctea.
Y encerrarnos, entonces, dentro de una jaula.
Hasta transformarnos en cobaya. Para protegernos.
Haciéndonos correr en círculos concéntricos.
Dentro de una rueda hasta desgastarla.
Como una mente que, al entrar en bucle,
se aferra a la locura para mantener la esperanza.
Hasta desposeernos de toda tinta acumulada en cada pie,
de forma que no consigamos escribir «camino» con nuestros pasos.
Futuros, presentes ni pasados.

Para que nadie pueda leer jamás que
fuimos cabeza de león
hasta ser cola de ratón.
Que fuimos expresión
hasta ser mutilación.
Y que nos llamaron «terroristas»,
tal vez,
por escribir este poema.
Tal vez,
por denunciar lo que es injusto.
Seguro,
para ser la coartada
que necesitan sus cobayas
para no temblar al unísono
y provocar otro seísmo-capitalismo.
Para agarrar la bandera de su jaula
y ondear a gritos "ignorancia".

Para que nadie pueda leer jamás nuestro legado.
Para que nadie pueda leer jamás
que nuestra vida no fue solo un experimento.
Para que nadie pueda leer:
Que fue andanza.
Que fue llanto.
Que fue risa.
Que fue mirada.
Que fue abandono.
Que fue recuerdo.
Que fue ocaso.
Que fue instantánea.
Que fue castigo.
Que fue amor.
Que fue carrera.
Que fue canción.
Que fue poema.
Que fue esperanza.
Que fue.
Sí, fue.

Y que, simplemente por ser,
nuestra historia merecía ser contada.
Justo antes de volver, como ciclo tras ciclo,
a olvidarla.
Justo antes de volver, 
como ciclo tras ciclo,
a ser engullidos por la gran maquinaria
en la que nosotros vivimos dictadura
y ellos lo llamaron democracia.

Justo antes de que la futura masa diga:

«No puede ser».
 «No puede ser»

y siga girando, 
aquí abajo,
en círculos concéntricos
dentro de una farsa.




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